Son
pocos, y aun esos pocos, muy raras veces, los que conocen la alegría
plena, un gozo de paz, aquel estado de encontrarse uno fuera de sí mismo
y fuera del tiempo, sobrecogido por una emoción abrumadora. Pero
existen también alegrías menores para todos, no obstante la monotonía de
nuestros días o la limitación de nuestra vida. Algo que se ve, algo que
se oye, algo que se siente, conmueve de pronto nuestro ser con un hálito de frescura; y el corazón triste, o cansado o meramente
indiferente, se agita y responde embelesado.
Aun
me acuerdo mi primer gozo de alegría, cuando mi madre me llevo por
primera vez a la playa. Recuerdo muy bien ese día, y no siendo citadino
no conocía el mar. Tendría, pues, unos nueve años, era setiembre y
aunque no era temporada pero por conocerlo por primera vez ya me
encontraba en la playa. Aquella tarde por el lado occidental el cielo
resplandecía de llamas y oro derretido; y fuego y oro brillaban en las
movedizas facetas del agua. Por el oriente, en cambio, el cielo era de
perla y en el subía la luna derramando pálida plata sobre el azul gris
del mar.
No
me había recobrado aun de la sorpresa que me produjo tan hermoso
contraste, cuando un aeroplano, igual, no sabía lo que era eso, un gran
pájaro plateado, mucho más raro, desconocido para mí y al mismo tiempo
maravilloso, apareció súbitamente de en medio de la puesta del sol y
volando sobre la larga y solitaria playa, confundiéndose hasta
desparecer en las profundidades del claro de luna. Mi corazón de niño
revoloteo dentro de mi pecho como un pájaro enjaulado y mi memoria
conserva esa escena inolvidable, con tan vividos y suaves colores, como
la primera vez que la presencie. Desde aquella época, ese recuerdo ha
sido para mí como una especie de medida; si lo que veo u oigo me hace
sentir de nuevo todo aquello que en aquel entonces sentí, se al punto
que es uno de esos pequeños gozos de alegría.
De
estos han existido un sin número con el correr de los años: la cálida
fragancia de la llegada de la estación del verano, sobre las piedras de
un muro; el pasaje de una suave melodía; el compartir una franca y espontánea risa; el canto de un pájaro en la fría oscuridad de una
tranquila mañana invernal; el olor a humedad y algas marinas en un
muelle.
Una
mañana cuando me dirigía a otro distrito hacia el este, al son del caer
de la llovizna, y absorto en mis pensamientos, cuando al levantar los
ojos a través de la ventana del ómnibus que devoraba la distancia
alejándome del lugar de donde partí, vi que la suave llovizna súbitamente despareció, para dar paso a suaves y alegres rayos de sol,
un hermoso cielo despejado, nítidas nubes flotando en una gran sabana
azul. Por un breve momento, mi corazón triste y herido conoció de nuevo
la alegría del universo; y, me acorde de que leí un poema: “ABRACE DE NUEVO LA VIDA CONTRA MI PECHO, Y CON HERIDAS Y TODO, LA BESE” y de regreso me traje esa alegría del universo en mi alma.
Vale
la pena captar y apreciar tales momentos cuando llegan; y guardar
deliberadamente su recuerdo es una nueva dicha, pues el atesorar estos
pequeños gozos produce un más vivo y perdurable placer que todos los
autógrafos y pequeñas chucherías de los coleccionistas del mundo. No
cuesta sino un pequeño libro de apuntes y el tiempo que se gasta en
anotar unas pocas palabras que nos traerán vívidamente a la memoria a
aquellos hechos que el tiempo ha apocado y cubierto de polvo de la vida
diaria.
Vale
la pena captar y apreciar tales momentos cuando llegan; y guardar
deliberadamente su recuerdo es una nueva dicha, pues el atesorar estos
pequeños gozos produce un más vivo y perdurable placer que todos los
autógrafos y pequeñas chucherías de los coleccionistas del mundo. No
cuesta sino un pequeño libro de apuntes y el tiempo que se gasta en
anotar unas pocas palabras que nos traerán vívidamente a la memoria a
aquellos hechos que el tiempo ha apocado y cubierto de polvo de la vida
diaria.
Anotándolos,
lo conservamos para nosotros y nos recuerdan en nuestros momentos de
desconcierto y confusión que esos dichosos momentos que tuvimos en un
pasado podrán repetirse en lo futuro. Anotarlos y atesorarlos, no
solamente hace nuestra alegría más viva y sutil, sino que nos torna más
vigilantes y cautos, y es muy poco probable que los dejemos pasar
inadvertidos, ya sea por pereza o indiferencia. Nos sirven, en fin, para
pulir y dar lustre al lente a través del cual vemos el mundo que nos
rodea.
Cuando
los helados vientos de un futuro incierto silben en nuestros oídos, y
esos tesoros familiares que hemos conservado grata y cariñosamente
parezcan eclipsarse y desaparecer, entonces aquella colección de
pequeños gozos puede llegar a ser una fuente de recóndita alegría,
invisible e inextinguible.
Fragmentos
de belleza y verdad yacen en cada sendero. Solo se necesita un ojo
alerta y una mente atesoradora, para convertir aquellos fragmentos
auténticos y pequeños gozos que iluminaran las etapas de nuestra
existencia con la inconfundible luz de las estrellas.
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