sábado, 18 de junio de 2016

Son pocos, y aun esos pocos,  muy raras veces, los que conocen la alegría plena, un gozo de paz, aquel estado de encontrarse uno fuera de sí mismo y fuera del tiempo, sobrecogido por una emoción abrumadora. Pero existen también alegrías menores para todos, no obstante la monotonía de nuestros días o la limitación de nuestra vida. Algo que se ve, algo que se oye, algo que se siente, conmueve de pronto nuestro ser con un hálito de frescura; y el corazón triste, o cansado o meramente indiferente, se agita y responde embelesado.

Aun me acuerdo mi primer gozo de alegría, cuando mi madre me llevo por primera vez a la playa. Recuerdo muy bien ese día, y no siendo citadino no conocía el mar.  Tendría, pues, unos nueve años, era setiembre y aunque no era temporada pero  por conocerlo por primera vez ya me encontraba en la playa. Aquella tarde por el lado occidental el cielo resplandecía de llamas y oro derretido; y fuego y oro brillaban en las movedizas facetas del agua. Por el oriente, en cambio, el cielo era de perla y en el subía la luna derramando pálida plata sobre el azul gris del mar.

No me había recobrado aun de la sorpresa que me produjo tan hermoso contraste, cuando un aeroplano, igual, no sabía lo que era eso, un gran pájaro plateado, mucho más raro, desconocido para mí y al mismo tiempo maravilloso, apareció súbitamente de en medio de la puesta del sol y volando sobre la larga y solitaria playa, confundiéndose hasta desparecer en las profundidades del claro de luna. Mi corazón de niño revoloteo dentro de mi pecho como un pájaro enjaulado y mi memoria conserva esa escena inolvidable, con tan vividos y suaves colores, como la primera vez que la presencie. Desde aquella época, ese recuerdo ha sido para mí como una especie de medida; si lo que veo u oigo me hace sentir de nuevo todo aquello que en aquel entonces sentí, se al punto que es uno de esos pequeños gozos de alegría.

De estos han existido un sin número con el correr de los años: la cálida fragancia de la llegada de la estación del verano, sobre las piedras de un muro; el pasaje de una suave melodía; el compartir una franca y espontánea risa;  el canto de un pájaro en la fría oscuridad de una tranquila mañana invernal; el olor a humedad y algas marinas en un muelle.

Una mañana cuando me dirigía a otro distrito hacia el este, al son del caer de la llovizna,  y absorto en mis pensamientos, cuando al levantar los ojos a través de la ventana del ómnibus que devoraba la distancia alejándome del lugar de donde partí, vi que la suave llovizna súbitamente despareció, para dar paso a suaves y alegres rayos de sol, un hermoso cielo despejado, nítidas nubes flotando en una gran sabana azul. Por un breve momento, mi  corazón triste y herido conoció de nuevo la alegría del universo; y, me acorde de que leí un poema: “ABRACE DE NUEVO LA VIDA CONTRA MI PECHO, Y CON HERIDAS Y TODO, LA BESE” y de regreso me traje esa alegría del universo en mi alma.

Vale la pena captar y apreciar tales momentos cuando llegan; y guardar deliberadamente su recuerdo es una nueva dicha, pues el atesorar estos pequeños gozos produce un más vivo y perdurable placer que todos los autógrafos y pequeñas chucherías de los coleccionistas del mundo. No cuesta sino un  pequeño libro de apuntes y el tiempo que se gasta en anotar unas pocas palabras que nos traerán vívidamente a la memoria a aquellos hechos que el tiempo ha apocado y cubierto de polvo de la vida diaria.

 Vale la pena captar y apreciar tales momentos cuando llegan; y guardar deliberadamente su recuerdo es una nueva dicha, pues el atesorar estos pequeños gozos produce un más vivo y perdurable placer que todos los autógrafos y pequeñas chucherías de los coleccionistas del mundo. No cuesta sino un  pequeño libro de apuntes y el tiempo que se gasta en anotar unas pocas palabras que nos traerán vívidamente a la memoria a aquellos hechos que el tiempo ha apocado y cubierto de polvo de la vida diaria.

Anotándolos, lo conservamos para nosotros y nos recuerdan en nuestros momentos de desconcierto y confusión que esos dichosos momentos que tuvimos en un pasado podrán repetirse en lo futuro. Anotarlos y atesorarlos, no solamente hace nuestra alegría más viva y sutil, sino que nos torna más vigilantes y cautos, y es muy poco probable que los dejemos pasar inadvertidos, ya sea por pereza o indiferencia. Nos sirven, en fin, para pulir y dar lustre al lente a través del cual vemos el mundo que nos rodea.

Cuando los helados vientos de un futuro incierto silben en nuestros oídos, y esos tesoros familiares que hemos conservado grata y cariñosamente parezcan eclipsarse y desaparecer, entonces aquella colección de pequeños gozos puede llegar a ser una fuente de recóndita alegría, invisible e inextinguible.

Fragmentos de belleza y verdad yacen en cada sendero. Solo se necesita un ojo alerta y una mente atesoradora, para convertir aquellos fragmentos auténticos y pequeños gozos que iluminaran las etapas de nuestra existencia con la  inconfundible luz de las estrellas.

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