sábado, 25 de junio de 2016


Hace unos días acompañe a un  amigo mío al puesto de periódicos, en el que compraba un periódico y dio cortésmente las gracias al recibirlo. Me extrañe que el vendedor no le correspondió ni siquiera con un simple ademán.

-Huraño el tipo, ¿no te parece? – comente al alejarnos.

-Siempre es así –repuso mi amigo encogiéndose de hombros.

-Pues entonces, ¿porque eres atento con él?

-¿Y porque no he de serlo? ¿Ha de ser el, y no yo mismo, quien decida como he de actuar?

Al reflexionar en esta experiencia deduje que la palabra más significativa empleada por mi amigo fue actuar. En el trato con los demás, mi amigo actúa, en tanto que la mayoría de nosotros reaccionamos de acuerdo con la actuación ajena. Posee mi amigo el íntimo equilibrio que nos falta a la generalidad de los hombres. Tiene clara conciencia de su personalidad, de sus convicciones, de la manera como debe comportarse. Rehúsa corresponder a la descortesía de los demás mostrándose el mismo en la misma actitud, porque hacerlo así sería perder el dominio de la propia conducta.

El mandamiento del Evangelio que nos enseña a vencer el mal con el bien, se ve un precepto ético vital; añadido como una valiosa salud emocional.

No hay infelicidad comparable a la del hombre que en vez de actuar se limita solo a reaccionar. El centro de gravedad de sus emociones reside en el mundo exterior, no en su mundo íntimo, que es en donde debiera residir. Fluctúa de continuo el temple de su ánimo: ora sube, ora baja, influido siempre por el clima social en que se halle; vive a merced  de las mudables condiciones del ambiente.


Si las alegrías le llenan de euforia que sobre ser falsa es efímera, porque no nace de la seguridad del propio merecimiento, las censuras le deprimen más de lo justo, porque le confirman en las dudas que abriga acerca de sí mismo. Cualquier desaire le hiere; la sola sospecha de que no es persona bien vista en determinado grupo, le enfurece.

No gozara jamás de serenidad de espíritu quien no sea dueño de sus actos. Permitir que dependa de extraños nuestra amabilidad o nuestra rudeza, nuestro entusiasmo o nuestro abatimiento, equivale a dejar que sean otros los que rijan nuestra personalidad, la cual es, en último análisis, lo más nuestro. Bien mirado, el único y verdadero dominio del hombre es el dominio de sí mismo.

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